He tenido muchas sesiones grandiosas. Llevo mucho tiempo jugando y dirigiendo, y a poco que te guste, acabas teniendo grandes momentos que recordar. Sin embargo, si tuviera que quedarme con una, tendríamos que remontarnos al siglo pasado. Fue una partida donde todo salió perfecto. Y con que salió perfecto no me refiero a que todo fue como la seda, sino que la mezcla de los ingredientes de aquella partida cuadraron en un equilibrio perfecto.
La partida estaba ambientada en Ravenloft. Jugábamos la Fiesta de Goblyns y llevábamos ya unas cuantas partidas. Los personajes habían ido creciendo con la aventura en sesiones anteriores, lo que los había hecho entrañables. Uno de ellos estaba ciego, cosa que a pesar de provocarle un -4 de penalización a casi todo, gracias a la suerte de los dados se había vuelto una picadora de carne al que soltaban en medio de la batalla y le gritaban hacia donde tenía que ír. Otro tenía un problema de violencia que les llevaba de un marrón a otro. El tercero, un guerrero-pícaro/mago-pícaro/pícaro-pícaro (el pobre se negaba… decía que no era pícaro, pero no sabía llevar otra cosa, así que daba igual lo que se cogiera, acababa actuando como tal). El siguiente, un mago con ciertos problemas de respeto hacia la magia y hacia los magos. Y a esta base, otros que de vez en cuando se unían y que hacían que el grupo fuese aun más interesante.
Llevaban el suficiente tiempo en Ravenloft como para haber asimilado las reglas de dicha ambientación, con el mal rollo que ello conlleva. Además, llevábamos mucho tiempo jugando a AD&D, por lo que ya casi ni mirábamos el libro de reglas, lo que hacía que las partidas fueran muy fluidas. Y a eso se sumaba que yo invertía bastante tiempo en prepararme las partidas, retocando y personalizando los módulos para encajarlos con la historia que poco a poco iban creando los jugadores.
En esa partida, los jugadores llegaron a la Posada. No digo más, por si no lo habéis jugado, pero es una aventura que debería de ser obligatoria a todo rolero. Y en la Posada pasó lo que tenía que pasar. Los jugadores utilizaron todo su arte. Los dados utilizaron todo su arte. Y mi mente utilizó todo su arte. Y ese mezclaillo de artes consiguió una partida redonda, con sus momentos épicos donde los jugadores demostraron porque sus personajes habían llegado al nivel al que habían llegado. Con sus momentos ridículos, que mezclaron pifias de los dados con actuaciones de las de llevarse las manos a la cara y preguntarse «¿por qué?». Donde los planes los decidieron rápidamente, y aunque se los tumbaron las circunstancias (y los enemigos) supieron adaptarse estratégicamente con una respuesta muy adecuada. Donde interpretaron, no solo las conversaciones, sino también las acciones. Donde, en fin, se vio una de esas partidas que puedes decir que son redondas.
Y por supuesto, una de esas partidas que años después todavía se recuerdan.
Esta entrada pertenece al Desafío de los 30 días. Puedes ver las reglas aquí, y al resto de los desafiantes en este post.
Esta entrada y el resto de entradas del Desafío de los 30 días van a ser etiquetadas con el hashtag #Desafío302014 propuesto por Jesús Rolero.
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